AMANECER EN VENECIA

    
    La estación de S. Lucía exhala su último suspiro en las aguas del canal veneciano. Es diciembre y la ropa de abrigo se hace necesaria; pero el sol salpica las aguas en una bienvenida silenciosa, ajena a los ruidos de las ciudades modernas. Porque esa es la mayor bendición de Venecia y que, desde los tiempos anteriores a Wagner hasta hoy, le ha permitido conservar su esencia. Aquí los planes urbanísticos que horadan las calles de nuestras ciudades para construir aparcamientos, túneles de circulación y otras lindezas, no existen.

Fama tienen los helados italianos. Por eso, a pesar de estar muriendo el año, imposible resistirse a la tentación de saborear uno. Llegué a Venecia siguiendo los pasos de los ilustres personajes; como suelo hacer casi siempre con estas ciudades donde a lo largo de la historia las diferentes artes se dan la mano. En la Scuola Grande de San Rocco puede uno admirar la obra pictórica en la que Tintoretto trabajó durante casi toda su vida (una vida bastante larga para el siglo XVI, setenta y cinco años) Parece ser que, en un principio, no era demasiado apreciado su arte y se solicitó a diferentes artistas la presentación de proyectos. Cuentan que, mientras esto sucedía, Tintoretto pintó un óleo de la noche a la mañana y se lo regaló a la Scuola; convirtiéndose en miembro de la hermandad. Así recibió el encargo para el resto de las pinturas. Sería demasiado extenso enumerar aquí los magistrales trabajos que pueden admirarse en la Scuola Grande de San Rocco.
Destacaría uno de forma especial, “Crucifixión”, una de las pocas obras del autor fechadas y firmadas. Gigantesca obra de más de cinco metros de alto por más de 12 de largo, que ocupa toda la pared de frente a la entrada de la Sala dell´Albergo. No es de extrañar que con posterioridad fuera motivo de estudio por parte de  pintores del siglo XVII como Rubens y Van Dyck. Extenderse en la explicación de los innumerables museos sería empresa imposible para este texto, que sólo quiere ser una breve pincelada de una ciudad de ensueño.
Podemos acceder navegando por el Gran Canal o por el entramado de estrechas calles y puentes que decoran la ciudad. De cualquier modo, llegaremos a Plaza de San Marcos, en realidad dos plazas que tienen como punto de enlace El Campanario. Con un poco de suerte es posible escuchar y ver tocar a dos moros la campana de la Torre del Reloj, hermosa muestra arquitectónica construida con piedras azules y doradas. . Los edificios de las Procuratie nuevas y viejas con sus soportales circundan toda la Gran Plaza donde las palomas acogen al visitante y se toman la confianza de posarse en sus manos a poco que se las incite a ello.

Llegaron entonces hasta mi los aromas del siglo XIX que aún emana el Café Florian, y con ellos, la imagen de Byron, Verdi, Wagner y otros ilustres del arte. Pero es la basílica de San Marcos la que mejor refleja lo que fue la grandeza y el esplendor de esta ciudad mágica. Con sus broncíneos caballos vigilantes (hoy copias, los auténticos se pueden ver en el Museo San Marcos) botín de la toma de Constantinopla en la cuarta Cruzada y pertenecientes a una cuadriga de bronce dorado. Sin embargo, es el interior del templo el que parece trasladar al viajero a otra época, y sobre todo, los mosaicos de las tres grandes cúpulas del siglo XII; la profusión de imágenes hace casi imposible captar todos los detalles de tan laboriosa muestra de arte. Impulsado por el espíritu romántico y también por el recuerdo de la maravillosa película de Visconti “Muerte en Venecia” (muy recomendable también la novela de Thomas Mann) tomé el barco para visitar la playa de El Lido. Un sol amable salpicaba las aguas mientras avanzábamos hacia la isla.

Tal vez, cuando Shelley y Byron paseaban estas oscuras arenas, fraguaban en su mente nuevos poemas, nuevas historias, nuevas aventuras. Es hermoso viajar y conocer lugares, gentes y admirar el arte que atesoran las ciudades. Después de ver anochecer en el Canal de una Venecia misteriosa donde parecen sonar aún los lamentos de los condenados en El Puente de los Suspiros; después de ver amanecer en Venecia y como el sol inundaba lentamente sus aguas y sus puentes; creo que la belleza sigue latiendo en el rastro de la historia, a veces cruel; en la huella del arte, siempre evocador.

El tren está a punto de salir de la estación de Santa Lucía. Hasta mis oídos parecen llegar los ecos de las cuatro estaciones de Vivaldi, otro de los grandes maestros venecianos. Mientras el tren comienza a salir lentamente de la estación, viene a mi mente la imagen del personaje encarnado por Dirk Bogarde exhalando su último suspiro mientras contempla la belleza de un joven efebo acariciada por las aguas del mar Adriático. Siento en mi interior la música del "Adagietto" de la Quinta Sinfonía de Mahler. Vuelvo a casa enriquecido y lleno de inspiración diciéndome: “algún día regresaré a Venecia”. Hay ciudades que tiene la eternidad en su interior.

FOTOS DE JULIO MARIÑAS



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