LA CULTURA Y EL PODER (REFLEXIONES DE UN POETA EN LA SOMBRA - XII)
Un amplio sector de la sociedad
está sorprendido por la repercusión que la crisis está teniendo en la cultura.
No deja de ser curioso que nos extrañemos de esa circunstancia. A poco que uno
repase la historia de la humanidad –no hace falta ser un experto en la materia-
nos damos cuenta de que cultura y poder han estado siempre vinculados por una
extraña cadena que, según conveniencia de los que manejan los hilos, puede ser
pesada y fuerte para unos o endeble y gelatinosa para otros. De cualquier modo,
a “los que mandan” nunca les ha interesado que el pueblo tenga acceso a la
cultura como expresión de emociones y como manifestación de saber milenario.
Esto se debe, como es lógico, a que el ser humano que acumula saber y tiene
acceso a diferentes manifestaciones culturales, adquiere diversas perspectivas
de los acontecimientos que suceden a su alrededor y aprende a pensar. Cuando el
hombre piensa, cuando los pueblos piensan, se mueven. Saber es estar en
continuo estado de inquietud por descubrir, por renovarse, por realizarse. Y a
los órdenes establecidos no les gusta el movimiento. Ya que sólo el estatismo
es favorable a la política que siempre se rige de acuerdo a unos cánones
inamovibles en sus diferentes vertientes y signos. Cuando en ocasiones he expresado
la opinión de que mi arte no tiene una determinada ideología y que el artista,
como tal, no debiera tenerla; algunas personas se han sorprendido. Como ser
humano, todo artista tiene derecho a manifestar su ideología. Pero no creo que
el arte, per se, deba ser un vehículo ideológico políticamente hablando. Es
más, a lo largo de la historia, muchas tendencias políticas, de algún modo, se
han “apropiado” de escritores, compositores, pintores y demás; que en su vida
no fueron militantes ni siquiera simpatizantes de dichas tendencias; y en
ocasiones de ninguna. Otra cosa muy distinta es que, como artista, como
creador, uno se adhiera a causas sociales que considera pueden servir para
mejorar la situación de los desfavorecidos, para reivindicar derechos humanos y
otro tipo de movimientos. Pero siempre, con independencia del color al que esas
posibles causas que uno considera justas puedan estar vinculadas en un
determinado momento de la historia. El motivo que me ha llevado siempre a
mantener esa actitud parte de dos premisas fundamentales. La primera es que el
artista debe ser independiente para poder crear con libertad. Por lo tanto, si
está inscrito a una determinada corriente política –como artista, no como
persona, sigo aclarando- su arte, de un modo u otro, siempre estará
condicionado. Cuando alguien sale a cantar en un gran teatro, tiene que pensar
en la globalidad de su arte, y no si en la primera fila hay cuatro o cinco
mandatarios execrables o bondadosos; porque entonces su interpretación se
convertiría en una pantomima vinculada a unos individuos en concreto que, malos
o buenos, no merecen tan alta atención; ya que es el público en general al que
va dirigido el sentimiento de lo interpretado. La segunda premisa es que nunca
he creído demasiado en los sistemas políticos que se han dado a lo largo de la
historia de la humanidad. Tampoco sé si existe un sistema ideal. Lo que sí sé es
que, la acepción dada a la palabra democracia como “gobierno del pueblo”,
siempre ha sido una gran falacia. El pueblo sólo ha gobernado esporádicamente
cuando ha cortado cabezas y con nefastas consecuencias, por lo que se ha podido
ver en lo que siguió a la emblemática Revolución Francesa. Comenzaron cortando
la cabeza de los opresores y acabaron cortándose la cabeza unos a otros.
Aunque ahora apartado de los escenarios, durante varias décadas los
disfruté como clarinetista y corista primero, después como director de bandas y
coros. A lo largo de todos esos años, con frecuencia estuve al lado de
políticos locales o regionales. Cuando esto sucedía, siempre tuve presente la
figura de Mozart y la de Beethoven. La historia de sus vidas gravitaba sobre mi
como un ejemplo, no sólo musical, sino humano. Si tenemos en cuenta que tenía
ocho años la primera vez que me subí a un escenario y diecisiete la primera vez
que dirigí una agrupación musical; la presencia constante de estas dos figuras
en mi mente me sirvió de gran ayuda para no perder el norte. Mozart fue uno de
los primeros músicos que, aunque por la época que le tocó vivir no pudo eludir
siempre los caprichos de los poderosos, si se cachondeó de ellos y abrió la
brecha para la independencia de los compositores, que hasta entonces, como el
excelente y nada mediocre Salieri, habían estado supeditados a los caprichos de
los grandes. Beethoven rompió definitivamente con la esclavitud del compositor
y se erigió en dueño de su propia música y también de sus fantasmas. Soy de los
que piensan que nadie debe crearnos las pesadillas. Si alguien lo hace, que
seamos nosotros mismos. Mozart y Beethoven no sólo revolucionaron la música,
sino que, al correr del tiempo, se han convertido en artistas revolucionarios a
nivel social.
En pleno siglo XXI, aunque pueda parecer increíble, sigue primando un
sistema en el que muchos pequeños eventos culturales que se dan en diversos
puntos de las ciudades y pueblos son tratados como vehículos de propaganda y
elementos para amenizar actos políticos encubiertos. Es una forma en que los
aspirantes a gobernar o los que gobiernan tienen de estar en campaña política
perpetua. ¿Por qué nuestro nivel cultural en muchos aspectos sigue siendo el
que es? Porque las estructuras del sistema social no están encaminadas a la
formación de gente que sepa cantar o tocar un instrumento, recitar versos o
representar a un personaje, a crear verdaderos amantes del arte y artistas;
sino a crear un sinfín de formaciones culturales que, aunque no tengan excesivo
nivel, sirven para “rellenar” el espacio que va de una mínima acción política a
otra. En mi época sobre los escenarios, afortunadamente supe mantenerme al
margen de todo aquello que, de un modo sutil –Faltaría más. Estamos en
“democracia”- en algún momento pudieron querer “imponerme”. También he de
decir, para ser honesto, que siempre tuve junto a mí, tanto en los compañeros
como en los encargados de llevar los lugares en que desarrolle mi labor de
director, a gentes honestas y comprensivas con mi trabajo. En mi vertiente de
compositor y escritor, jamás pensé en utilizar mi posición musical en un
momento determinado para buscar “los cauces necesarios” para que saliese a la
luz mi obra. Tal vez por eso -o porque es muy mala, que también cabe esa
posibilidad- más del noventa y nueve por ciento de mi obra –óperas, novelas,
relatos, obras de teatro, etc.- siguen durmiendo el sueño de los justos en los
anaqueles de mi biblioteca.
Hoy, la cultura en España vive ahogada. Para los que mueven los hilos
cualquier excusa es buena para crear estatismo e ignorancia. Panem et circenses, pan y circo; ya lo
dijo el poeta Juvenal en el siglo II a.C. en referencia a la política aplicada
por los dirigentes romanos con el pueblo. Eso es lo que mis ojos han seguido
contemplando a lo largo de mi dilatada experiencia.
El problema, aunque se está focalizando con razón en ello, no sólo
radica en si la gente puede pagar la entrada al teatro, a la ópera, al
concierto o al cine –que también- sino en cómo se van a formar nuevos autores,
músicos, directores, literatos y demás, si la inversión en todo ello es cada
vez más escasa. Querer ver en una manifestación artística un mero
entretenimiento – que si lo es y debe ser- es reducir el arte a una farsa sin
sustancia. El arte es la expresión de los sentimientos, aquello que hace al ser
humano sentir que es algo más que carne y huesos. Un país en el que los
informativos dedican en cincuenta por ciento de su tiempo a la política y los
sucesos escabrosos, el veinticinco por ciento al futbol, un veinticuatro por
ciento al tiempo que va a hacer y un uno por ciento a la cultura; es un país
enfermo de sensibilidad y está creando una sociedad banal y vacía.
Hace tiempo que nos han embaucado en una rueda de imágenes rápidas,
mensajes efectistas, cantidades ingentes de datos y cifras; para que pensemos
que estamos muy informados. Pero es todo lo contrario. Lo importante es tener
tiempo para pensar. Eso es lo que, en una vorágine de velocidad y datos, nos
quieren quitar. Es necesario detenerse a pensar. Analizar pausadamente. Ser
selectivo. Porque esta es la sociedad que estamos brindando a los niños que
serán los adultos de mañana.
La Guerra Fría no fue nada comparado con esta Guerra Gélida que, sin
percatarnos, estamos atravesando. No hay peor ciego que el que no quiere ver,
ni peor sordo que el que no quiere oír. Existen cauces legales, existen cauces
políticos, existen mecanismos sociales. Todo eso nos dicen. Pero, en realidad,
no existe más que la vanidad de los que tienen el poder y la desesperación de
los que son oprimidos. La historia del hombre se ha hecho siempre con sangre.
Pensamos que el suelo que pisamos está lleno de cadáveres de gentes que
murieron por sus ideas políticas. Tal vez en algunos casos sea así. Pero yo
creo que el suelo que pisamos está lleno de cadáveres de gentes que sólo
querían vivir en paz y tener libertad de pensamiento; que, aunque parezca
igual, es algo sustancialmente muy diferente.
Al final, aquel que era el que llevaba todas las collejas en clase, hoy
viste traje y corbata y es llamado señor. La mosquita muerta que parecía no
haber roto un plato en su vida, hoy lleva traje chaqueta y ha aprendido a mirar
por encima del hombro a los demás. Y así, podría seguir enumerando, sin señalar
a nadie, a cantidad de individuos. Esto empezó por lo políticamente correcto y
ha acabado por lo correcto políticamente dependiendo de cómo sople el viento. Y
los que llevan las bofetadas siempre son los mismos.
Probablemente no exista un sistema social ideal. Nunca he creído en el
hombre social. Esto de que, el ser humano
es bueno por naturaleza, me suena a música celestial. Puedo creer en la
bondad, la honestidad de una mujer o un hombre individualmente. Pero nunca en
la convicción de un grupo de individuos movidos por ideas comunes. Porque eso
siempre acaba llevando al camino de “Quiero
que pienses como nosotros”. Es decir, al pensamiento único. Cada ser humano
es único. Por lo tanto hay tantos pensamientos como seres humanos. Tal vez la
clave pueda estar en sentir más y pensar menos. Pero claro, con sentimientos no
se fraguan fortunas ni se alcanza la gloria del poder. Por cierto, ¿alguien
sabe para qué sirve el poder? He hecho toda mi vida lo que he querido. Jamás he
sido rico. Nunca he tenido que pisar a nadie para conseguir mis deseos y me
siento tan importante como esos que amasan más billetes de los que podrán
gastar en diez vidas. ¿Qué es la política? Lo más indefinible que pueda
existir. ¿Qué es la cultura? Todo aquello que nos enseña a ser más humanos, más
nosotros mismos, que nos acerca a los demás y nos une. La cultura no son sólo
las grandes manifestaciones artísticas más relevantes. Son las tradiciones, los
deportes minoritarios también, las labores realizadas de un modo artesanal en
los pueblos que se han ido dejando morir. La cultura es un concepto demasiado
amplio para que pueda ser extinguido por ninguna política. Porque, hasta en una
manada de lobos existe una política ya que hay un orden jerárquico. Pero no
existe una cultura. Porque el arte es lo que nos diferencia de los animales.
Algunos políticos acaban dejando a su paso campos llenos de cruces de “hombres
caídos por la patria”. Los artistas acaban dejando a su paso lienzos llenos de
vida, páginas plenas de sentimientos, músicas llenas de sueños. Esa es la gran
diferencia. Si hay algo que la vanidad del hombre no puede soportar, es no ser
eterno. Así, algunos políticos hacen cualquier cosa para buscar esa
“eternidad”. Pero, con mucha suerte, acaban siendo una reseña en algún libro de
historia. Mientras que los verdaderos artistas, de Altamira a Picasso, de
Homero a Kafka, de Mozart a Schönberg, desde Méliès a Kubrick; acaban llenando
páginas y páginas y, sobre todo, calando en el corazón de las gentes generación
tras generación. La cultura y el poder nunca podrán ir unidos. Porque el poder
es algo efímero y la cultura es eterna. No ha habido poderoso que no haya
acabado cayendo. Pero el artista que llega a la cumbre, nunca deja de hacer
latir con su obra el corazón de las gentes.
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