ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA DE LOS DÍAS - CAPITULO I - HAMBRE
Sobre las blancas sábanas hay un cuerpo desnudo; mujer que yace ausente
después de haber amado. Aún la recuerdo así, con las sinuosas formas de
juventud y sueños. Nadie osaba llamar entonces y profanar la magia de los días
en que el tiempo suspendido de nuestras vidas jugaba al azar con los relojes
sin dueño. Teníamos tanta hambre que la noche se abría como un negro fruto
solitario y siempre amanecíamos ausentes del mundo y los demás. Así nos
convertimos en lobos desterrados del vulgar fluir de la rutina, recorriendo los
densos bosques donde habita todo aquello negado al raciocinio. Algunos de
aquellos cuerpos hambrientos yacen en tumbas olvidadas, otros muchos se han
ajado ante el cruel fluir de las horas marchitas, y sólo unos pocos siguen
intentando mantener la dignidad ante el implacable fluir de primaveras. Miro
hacia atrás y veo los fantasmas del pasado flotar sobre las brumas de los
malecones donde, en más de una ocasión, soltamos las amarras que nos ataban a
la tierra firme de las convenciones y lo establecido. Porque teníamos hambre,
por saber más y más, por desentrañar el misterio de la vida y de los sueños. A
veces, en la quietud del cuarto, cuando la noche se inclina sobre el lecho,
siento de nuevo aquella inigualable sensación, el impulso salvaje de correr sin
parar, atravesando de nuevo aquellas sendas recónditas, reductos de sedientos
labios en busca de ternura y misterio. Pero la vida tiene la mala costumbre de
no dejar más rastro que aquel que hace huella en el recuerdo y en los cuerpos.
Como una sinfonía apenas esbozada, salpica de breves melodías la existencia, de
imperceptibles armonías, de timbres dulces o hirientes; para después ir
apagando su misterio. Así, la tragedia toma forma en la existencia ya cumplida;
cuando todo envejece; todo menos el hambre, que no se extingue.
FOTO DE JULIO MARIÑAS |
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