ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA DE LOS DÍAS - CAPÍTULO IV - LOS CUIDADOS
-Estás empapado. Acabarás cogiendo
una pulmonía.
El hombre esboza una media sonrisa apenas perceptible mientras mantiene
la vista baja. La sobrina seca su cuerpo maduro, cuyos músculos parecen aún
conservar el vestigio de los tiempos de esplendor, como si no se resignasen a
morir del todo.
-Ni que fueses un anciano desvalido. Haces cosas que no acabo de
entender.
El hombre alza la vista. Sus ojos verdes aún conservan cierto aire de
picardía y el brillo de las cosas vividas. Piensa que es la intensidad de la existencia
lo que ha forjado su prematuro envejecimiento. La profundidad de lo
experimentado acaba con las energías de cualquier ser humano, por muy vigoroso
que este sea.
-Gracias por los cuidados. Pero no son necesarios. ¿No tienes clase?
-¿Clase? Soy tu sobrina, cómo no voy a tener clase.
-No seas irónica.
-Ahora voy.
-Tus padres deben estar preocupados. Llevas aquí dos días.
-Ya les he dicho que estaba en tu casa. Pero no cambies de tema. Deja de
hacerte la víctima y despierta, tío.
-Por eso, porque estás con tu tío loco deben estar preocupados.
-Sabes que te aprecian.
-Sí, lejos. A la gente con un status pretendidamente sólido no le
interesa ningún elemento que pueda alterar su vida reglada; aunque sea de la
familia.
-No será para tanto. Siempre que hablan de ti, lo hacen con
preocupación.
-La gente como tus padres, sobrina, no tienen más preocupación que los
índices bursátiles y cómo le ira la próxima partida de pádel.
-Qué incisivo eres.
-Yo no te he llamado.
-Ya lo sé. Apuesto que, si no te hubiese encontrado por la calle, aún
estarías con la misma ropa tomando una copa en el sillón.
-Como me conoces.
-Tío, es hora de que descanses.
-No dices que no soy viejo.
-Tú me entiendes. Deja ya de soñar. Para eso sí que estás mayorcito.
-Eres una joven muy práctica.
-Qué raro que no digas como mis padres “Los jóvenes de ahora…”
-No creo que todos los jóvenes sean igual en cosas concretas. Pero la
juventud siempre es igual en su insolencia, su ensoñación, su forma de ser
despreciativa y también en la forma
práctica e irreflexiva de afrontar la vida. Puede tener un sinfín de adjetivos.
-¿Y tú qué eres?
-Un hombre cansado.
-¡Ya empezamos! ¡Me voy a estudiar!
La joven se va. El hombre se viste con parsimonia sin reparar en su
marcha.
Después avanza hacia el amplio
ventanal del salón. Observa a las gentes, ajenas a su historia, en su ir y
venir constante. Se dirige al mueble bar y sirve una copa; después destapa el
viejo tocadiscos y selecciona uno de los muchos discos del estante. Al
discurrir de la aguja sobre la superficie del disco, alguien canta.
Si las horas te duermen el alma
Al caer de la noche estrellada,
Nunca olvides aquella balada
Que bailamos en la noche calma.
Y si el viento del Norte te hiere
Con el rostro de la perdición,
Nunca olvides que yo estaré siempre
En la vieja y callada estación.
“Te has convertido en un estúpido solitario” Se dice a si mismo
resignado. Observa de nuevo la calle. La música tiene la característica
incuestionable de profundizar en cualquier imagen que llegue a nuestros ojos.
Convierte las escenas en más intensas, más hirientes, más terroríficas, más
cómicas. “¡Ah! La música” Exclama en su interior mientras lleva la copa a los
labios. “Debe estar nevando en París” “Cómo olvidar París” Regresan a su mente
las imágenes decadentes del abandonado local que en otro tiempo fue refugio de
jóvenes inquietos. Y esa imagen de ella. Lo único que los años no han podido
desgastar; ni siquiera velar. La luz que emanaba, sus sensualidad insolente, la
mirada lúbrica e intensa. “¿Por qué el tiempo tienen la extraña manía de no
detenerse?” “Sólo en nuestra memoria hace algunas veces un alto para
deleitarnos y torturarnos a la vez” “¡Qué cruel! ¡Qué jodidamente cruel es el
tiempo!”.
Y la noche va descendiendo lentamente sobre la ciudad marchita y lejana
para él.
FOTO DE JULIO MARIÑAS |
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