UNA MALETA Y LA LUNA - I
La maleta ahí, encima de la carcomida mesa,
besada con sutileza por un leve rayo de luz que se ha filtrado entre las
estropeadas tejas y las castigadas maderas del techo del desván. Los hombres
creen escribir la historia, pero es la historia la que escribe a los hombres.
Hay una huella profanadora del polvo que recubre la maleta, delatando la
reciente visita de alguien después de muchos años. Alguien que posó la palma de
la mano en su piel, pero no se atrevió a abrirla. La atmósfera es asfixiante
debido a la calima reinante en el exterior. Pero aquí, en el pequeño cuarto,
hace mucho que el tiempo se detuvo suspendiéndolo todo en un otoño gris.
Sucedió décadas atrás; en una época donde las golondrinas volvían con cada
primavera; hasta que comenzaron a hacerlo cada vez con menos presencia. Me
pregunto cómo puede ser tan de día fuera y tan de noche en este interior
silencioso y espeso. Entonces no lo sabía. O tal vez lo sabía, pero no quería
verlo. Un mal día la vida te escupe en la cara y, por mucho que laves el
rostro, nunca más consigues quitarte del todo la humillación, la viscosidad que
ha dejado una jornada de tormenta, tenebrosa, inquietante, premonitoria de lo
evidente de la finitud de lo humano en todo su espectro y profundidad. Sé que
no es visible a simple vista; pero aún conservo restos de barro en mis botas,
vestigios del lodo que era soberano de aquel pantano siniestro, páramo
custodiado por sinuosos esqueletos de centinelas arbóreos, cuyas peladas ramas
semejaban brazos deformes que parecían querer atrapar en vano la densa bruma
que cubría el paraje. Pero, entonces, mis piernas aún conservaban gran parte de
su vigor; por eso tuve la osadía de adentrarme en el húmedo e inquietante
lugar. Entonces, también estaba solo. Pero aquella soledad era muy diferente a
la de ahora. Era una soledad emprendedora, osada; sin el aura dramática de la
decadencia. Por eso, aunque los premonitorios cuervos del destino me observasen
hieráticos y silentes desde las peladas ramas, sus sombras engrandecidas y recortadas
en los puntos de densa vegetación, tenían sobre mi ánimo un menor efecto
negativo. Ahora no. Ahora ya no hacen falta tétricos escenarios para que me
sienta imbuido por una profunda y aceptada tristeza. Creemos poder decidir. La
vanidad acaba siento destronada por otros conceptos menos prepotentes, al
comprobar que la vida, nuestra vida, la única que tenemos, nuestra existencia,
se estrella una y otra vez contra los cristales, mientras, nosotros, imberbes
distraídos, eternos principiantes sin remedio, detrás de la ventana, ansiamos
cosas que jamás serán, porque sólo habitan en nuestra mente. Ahora estoy aquí,
sentado en el gran baúl. Pensé que en su interior yacerían aún los juguetes
queridos de infancia, los libros de adolescencia, algunas fotos amarillas de
juventud. Pero sólo había unas despabiladeras, dos candelabros oxidados y
algunas pañoletas floreadas; objetos ajenos a mí. Se visualiza el juego de las
partículas de polvo en el recorrido que hace el haz de luz antes de morir en la
maleta; tan quieta, muda y de aspecto enfermizo, como yo. Pensar que habrá visitado
estaciones de tren en esas horas mágicas cuando los andenes apenas están
transitados, envueltos en el frescor del amanecer o arropados por la calidez
del atardecer. Hemos sido afortunados. No como aquel viajero que se quedó
dormido en Estación Termini una tarde de mayo. Mientras los estorninos
dibujaban dinámicas figuras en el cielo de Roma, la noticia corrió como la
pólvora. Es muy probable que muriese de forma repentina. Lo cierto es que,
cuando la joven le pidió fuego, pudo comprobar, primero su ausencia de acción
ante el requerimiento, y después, su frialdad, sólo equiparable a la muerte. La
muerte que era cierta, como pudo verificar posteriormente el forense. En fin,
acaso queda el consuelo de la idea que siempre repetía aquel anciano -¿cómo se
llamaba?, no lo recuerdo. Siempre he tenido un problema con los nombres- aquel
anciano que decía “Los hombres se mueren, pero no sus ideas”. Si; una buena
frase para un viejo de aspecto descuidado y humilde. La humildad; esa gran
asignatura pendiente de los seres humanos. Lo bueno de los objetos denominados
animados, es que podemos perdernos en innumerables disertaciones, que ellos, si
nadie los mueve, siguen ahí, quietos y callados; como esta maleta, que no sé de
quien será; o, sería más apropiados decir, de quien habrá sido. Su dueño o
dueña, voluntaria o involuntariamente, la ha abandonado, para regocijo de mi
curiosidad, que espero saciar pronto, si a los que charlan animadamente en la
planta de abajo, no se les ocurre abandonar su tertulia y venir a incordiar.
Desde aquí los oigo débilmente, pero lo suficiente como para saber de lo que
hablan.
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