UNA MALETA Y LA LUNA - II
-No se confunda, joven; siempre hay un
reloj que está marcando las horas; aunque muchas veces no lo podamos ver o
situaciones de la vida nos alejen de su percepción. Ese es el drama y, a la
vez, la alegría de la existencia; que somos irremediablemente finitos. Cómo
si no valoraríamos el recorrido vital que nos ha tocado. Sin esa certeza de
finitud, el ser humano demostraría aun más desprecio a su existencia del que
muchos demuestran a pesar de dicho conocimiento.
-Eso, Doctor, es una obviedad. La discusión
no es sobre la existencia del tiempo, sino de, cómo es ese tiempo, cómo se
sucede y cómo ese transcurrir afecta de un modo u otro a nuestra vida. Cuando
estamos felices en una situación amorosa, parece que el tiempo estuviese
marcado por el discurrir de los diminutos granos de un reloj de arena. Sin
embargo, cuando algo nos inquieta y vivimos un estado de incertidumbre, el
tiempo parece marcado por un gigantesco reloj pendular que marcase las horas
más pesadas y tétricas.
-No cabe duda; es usted un poeta. No obstante,
le recuerdo que, además de esas brillantes imágenes que su verbo fluido nos
regala, existe un reloj biológico. Y no lo digo porque sea doctor. Todos los
que hemos abandonado la juventud lo hemos sentido en primera persona; ya que en
la madurez se revela indefectiblemente.
Ese joven y el Doctor; ya están de nuevo
dándole vueltas al tiempo y sus misterios. Siglos y siglos de civilización, de
pensamiento; filosofía y ciencia en ocasiones de la mano, en otras divergiendo;
pero siempre intentando explicar el tiempo y sus misterios, el origen y el
sentido de la vida; y siempre con resultados infructuosos; en algunas
ocasiones, en estos miles de años, tal vez parciales o esperanzadores; pero
nunca definitorios, jamás conclusivos. Probablemente porque la verdad no
existe. Es sólo un cobijo que los humanos han creado; rincón donde depositar
vanas esperanzas y acallar la realidad de su finitud. Ellos hablan y hablan,
desahogando así la ansiedad que provoca la evidencia que todos conocemos bien
cuando apenas llevamos unos años en la tierra. Conversan, disertan, discuten,
sólo para adornar ese silencio interior que todos llevamos. El mismo que cobra
más vida cuando la noche se abate sobre nuestro cuarto y nos encuentra solos,
desamparados; huérfanos, desvalidos, lejos ya del abrigo materno de infancia. A
veces miramos al cielo, y la luna llena no muestra una única cara. Todo lo
demás es misterio en la noche. Así, cuanto más vive el hombre, más muerte
arrastra hacia el olvido. Probablemente la única constancia que tenemos del
paso de eso que hemos dado en llamar tiempo, sean todos esos cadáveres de los
que tenemos conciencia que han quedado en el camino; los conocidos, los
familiares, los amigos, los padres. Listado del que un día formaremos parte.
Una inexorable guadaña siega el éter sobre nuestras cabezas. Por los hechos de
los innumerables caídos en el camino, se revela, aunque no sea visible para el
ojo humano. De ese modo nos es dado a comprender que un día nos tocará a
nosotros. Y, cuando de lo que fuimos no quede más que un leve recuerdo en algún
corazón que nos sintió, o un vestigio casi imperceptible en la mente de
aquellos que nos conocieron; siempre habrá un joven, un doctor o cualquier otro
elemento que siga cuestionando, discutiendo y disertando sobre eso que se ha
dado en llamar tiempo, vida y demás conceptos que se antojan muy amplios, pero
muy bien podrían coger en una maleta como la que ahora contemplo; maleta en la
que es muy posible llevar las cenizas de un humano, o su cuerpo troceado. Tan
insignificante es el hombre en su pretendida grandeza. Las disertaciones entre
materia y espíritu han jalonado las épocas de la historia. Aunque, al final,
pese a las múltiples teorías, siempre ha sido por el bienestar material que se
han desencadenado las revoluciones, las guerras, las invasiones. El deseo de
posesión material ha desbancado a lo largo de las épocas a los deseos
espirituales; pese a que en muchas ocasiones se han enarbolado estos últimos
como pretendida disculpa para ocultar la ambición del hombre por las riquezas
terrenales.
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