UNA MALETA Y LA LUNA - III



    Hace calor en este ático. Clima que parece premonitorio, antesala de un infierno candente y lóbrego. Pero no quiero caer en la ansiedad y el desasosiego. Ni mi castigado cuerpo, ni mi lacerada alma, me lo permitirían. Han pasado muchos años desde el día en que viví la situación más inquietante de mi vida. Entonces aún tenía el vigor suficiente que me otorgaban los treinta y pocos años. Fue en las antiguas y estrechas calles de una pequeña ciudad. Sucedió una circunstancia que se da en ocasiones puntuales y acontece en las horas muertas del día; esas donde toda presencia humana desaparece con sutileza, sin que no percatemos. Entonces me vi caminando el centro de una empedrada calle, sin tráfico, de aceras vacías; los habituales sonidos de la urbe diluidos en una atmósfera cargada y densa propiciaron un ambiente en suspenso y aislador. Física soledad, extraño vértigo que provoca el no encontrar ni escuchar reflejos de nuestra especie en un entorno creado para ella como es el urbanita. Esa vigilia hiriente que se erige en dominadora de las noches de quietud, acaba mezclándose con los sueños. Así, al paso de los años, es muy habitual confundir lo onírico y lo real con más asiduidad de lo que sería recomendable. Hubo una mujer, de esas que sólo existen de noche; probablemente porque son demasiado sabias como para vivir de día; una mujer con la que mantuve interminables conversaciones de humo y fuego. Siempre acababa la noche con la misma sentencia aterradora para mi temprana juventud. “Un día nos morimos y, aunque no lo queramos reconocer, todo lo nuestro muere con nosotros; lo material y lo sentimental. Muere el amor que sentimos hacia otros, mueren nuestras ropas preferidas, los libros de cabecera que tanto hemos releído, los lugares que visitamos y aquellos paisajes que disfrutamos. Porque todas esas cosas y otras muchas, son únicas. Son únicas, porque única es la visión que de ellas tenemos, porque únicos son los sentimientos que nos inspiran. Por eso, cuando alguien muere, muere mucho más que un ser humano; muere todo aquello que ese ser humano creo, sintió, entregó; todo”. Las palabras  de aquella mujer eran tan inquietantes que, aún hoy, siguen ancladas en mi recuerdo con más fuerza de la que sería deseable. Escuchándola me quedaba en un limbo de dudas que solía prolongarse mucho más allá de su partida. Me hubiese gustado haber podido desentrañar el aura de misterio que la rodeaba. Aunque castigada prematuramente por la vida, aquella trigueña de piel morena acentuada siempre con vestidos rojos, significó mucho más que otras relaciones duraderas. Lamentablemente, sólo con el paso del tiempo me percaté de lo que supuso para mi adolescencia el haberla conocido. Cuando la vi por última vez en la Estación de Austerlitz, llevaba una maleta idéntica a la que ahora contemplo. Fue algunos años después de no saber nada de ella. Me sonrió cómplice. Un gesto tan sencillo como ese puede ser mucho más intenso y explícito que una larga conversación. Entonces ella llegaba y yo me iba. Al partir de París, de algún modo estaba muriendo, y recordé nuevamente las palabras que en noches ya lejanas me brindó; y lloré por todo aquello que dejaba atrás, porque lo vivido y las cosas a las que había dado vida en aquella ciudad, con mi partida, morirían para siempre.

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