UNA MALETA Y LA LUNA - VIII




    Y la noche se hace amplia, espesa, con un densidad asfixiante, señoreada por la luna que permanece en el firmamento escoltada por un séquito de nubes grises. Es una de esas noches en que los párpados parecen negarse a ceder ante el cansancio y los ojos se humedecen haciendo más espectral la visión de un cielo que sigue siendo desconocido para el hombre. Un murciélago distraído, con algún desarreglo en su sistema de ecolocalización, golpea súbitamente el cristal de la ventana profanando el silencio reinante. Tumbado sobre las sábanas sin abrir, imagino las calles desiertas, tétricas, apenas alumbradas por la amarillenta luz moribunda de algunas viejas farolas. Hasta mis oídos llega el acompasado y lejano percutir de unos tacones contra el pavimento; poco a poco va cobrando fuerza, hasta resultar molesto al quebrar contundente el silencio; del mismo modo, vuelve a diluirse y se desvanece. Es curioso lo evocador que puede resultar un ruido tan seco y anónimo. Tanto que, en apenas unos segundos, ha traído a mi mente imágenes de situaciones muy diferentes y lejanas. En tiempos pasados hubo noches en que ese ruido de pasos acercándose llevaba consigo todo un torbellino que se originaba en mi interior ante la expectativa del encuentro. Ella tenía su libertad coartada por un matrimonio de hastío y desavenencias. Por eso nos veíamos con nocturnidad y alevosía en aquel viejo hostal apartado. En otra época cualquiera de mi vida, si tuviese que pernoctar en un sitio así, me lo pensaría dos veces. Sin embargo, la fría y rancia habitación, era un paraíso para nuestros encuentros furtivos. También ese sonido de pasos perdiéndose en la noche me ha llevado al tiempo de madurez en el que perdí el último tren. Ella se alejó en la noche, dejándome como última sensación el ruido de sus pasos cada vez más tenue, hasta el vacío. Pero todo eso fue hace mucho tiempo. Lamentarse o regresar a ello es un ejercicio que no estoy dispuesto a practicar. La noche es demasiado breve como para desperdiciarla en pensamientos retrospectivos; aunque sea imposible abstraerse del pasado, y menos en noches como esta, lóbregas, oscuros páramos propicios para la aparición de lejanos fantasmas; espectrales formas de lo que, en otro tiempo, fueron pieles tersas, suaves al tacto, colinas entregadas, exuberantes carcasas de lascivas hembras que, con toda probabilidad, hoy ya sólo serán cuerpos en franca decadencia, vencidos por el paso implacable del tiempo insobornable. Al igual que a mí, el espejo ya les habrá revelado a ellas esa realidad. A veces, el destino caprichoso me ha llevado a encontrarme con alguna de aquellas que en otro tiempo fueron pasión y exceso. En su rostro cansado vi enterrada mi juventud, los años de locos arrebatos e infiernos de placer; y en su mirada apaga un mar gris, solitario y hostil, cobijador de abisales simas donde yacen los restos desgarrados y pútridos de lo que en otro tiempo fue la máxima expresión de pasión y vida. Debo dormir, no pensar, aplacar el sentir hasta su mínima expresión. Que el alma repose de tanta belleza ya marchita, de tantas sensaciones colmadas y exprimidas, de todo aquello que esta noche quiere brotar inútilmente por los resquicios apenas perceptibles de las grietas que se dibujan en las tumbas de un cementerio interminable. Tumbas que se pierden en un horizonte imposible de vislumbrar. 

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