UNA MALETA Y LA LUNA - VII




    Y la noche cae dominando la vida de lo humano; extiende su manto suave pero implacable, obligando sutilmente al sueño reparador o, tal vez, a la vigilia inquieta donde los feroces monstruos del subconsciente abren sus fauces, babeantes, de alientos pestilentes y ojos encendidos; ocupando todo el lóbrego espacio de la habitación a oscuras. Desde mi ventana observo las luces del malecón de un amarillo macilento, mientras atisbo vagamente algunas barcas amarradas en la orilla. El mar que, a pesar de estar calmo, siempre contiene en su cuerpo algo de movimiento, como una inquietud innata provocada por el mismo latir de las entrañas de la tierra, las hace oscilar con levedad, como acunándolas enriquecieron su materialidad con cierta vida. ¿Estarán aún mis compañeros de tertulia en el viejo caserón? La noche ya es total y la luna llena se refleja en las aguas evidenciando su influjo. Un hombre tiene el valor que tienen sus sueños. ¿Cómo poder calcularlo? No hay mejor modo de soñar que estar despierto en esta noche mágica y hermosa que presiento aciaga. La vida se desmorona cada atardecer en las colinas cercanas donde jugué de niño, allí en los años de admiración y sorpresa. Recuerdo la empedrada calle junto al malecón. Hoy es una avenida amplia de tráfico intenso y desasosegante. Entonces, era un adoquinado trayecto que los pescadores transitaban sin descanso en un bullicio exultante de vida. Pero, después, un día que no puedo determinar, estalló la tormenta. La última imagen que tengo de ella, es el brillo de los adoquines humedecidos, charcos aquí y allá, lluvia y más lluvia, hasta que el tiempo pasó. Mañana es domingo; dormiré hasta el mediodía. La noche será larga.

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