UNA MALETA Y LA LUNA - XII




    A pesar de la actitud abierta de la Señora Asunción hablándome de su niñez, y de mi curiosidad irresistible; hay algo que me impide preguntarle acerca de la solitaria maleta del ático.
    -¡Ve! ¡Cerrado a cal y canto!
   -¡Venga, venga! ¡Mire por esta rendija de la ventana!
    Por suerte, la altura de la anciana no le ha permitido observar con claridad la escena del interior del salón.
    -Tenemos que llamar a la policía, Señora Asunción.
   -¿Qué dice? No quiero llamar a la policía. Se puede liar la cosa, y aún tengo algunas facturas pendientes…
    -Eso es lo de menos.
    -¿Qué ha visto?
    Un fuerte viento se levanta repentinamente y, en pocos segundos, cobra una intensidad inusitada generando una espesa polvareda que arrastra infinidad de hojas secas. Pierdo de vista a la Señora Asunción. La última imagen que tengo de ella es su diminuto cuerpo cediendo ante el empuje del viento. Extiendo la mano intentando agarrarla, pero ya se ha difuminado entre las terrosas ráfagas. Es entonces, ante la imposibilidad de continuar en el exterior, cuando golpeo con insistencia la puerta de entrada. Una nueva ráfaga de viento me lanza contra una de las columnas que sostienen el porche y siento un dolor intenso en la espalda. En una leve tregua, cojo impulso y me precipito contra la puerta de entrada que, ante el empuje, se abre mientras continuo mi trayectoria hasta aterrizar en el inicio de la alfombra del amplio salón. No ha sido fruto de mi imaginación la escena que contemplé desde la ventana. Están ahí los cuatro cadáveres sentados alrededor de la inmensa mesa de maderas nobles; desprovistos de ropa. A juzgar por el aspecto de cada uno, parece que hubiesen muerto en diferentes momentos, en diferentes días, en diferentes meses o incluso en diferentes años. El Doctor es un esqueleto sin un ápice de carne; limpio como esos que adornan en algún momento las clases de medicina; con una dentadura perfecta que sonríe al vacío mientras sus cuencas negras son dos agujeros oscuros donde parece estar contenida una ínfima porción del universo ignoto. Por su parte, el cadáver del Abogado se haya en avanzado estado de putrefacción y todo su esqueleto, salvo en pequeños claros apenas perceptibles, está cubierto por una capa marrón e irregular. Mientras, el Señor Director ofrece un aspecto mucho más espeluznante con las vísceras aun pudriéndose siendo habitadas por blancos gusanos que se esmeran en su labor de descomposición, emitiendo un rumor tenebroso e inquietante que rompe el silencio. Cierra la macabra escena el cadáver del Poeta, muy entero, con piel y trozos de carne desprendiéndose en diversas partes del cuerpo que dejan ver lo tendones y músculos en un ecorché de brutal realismo. Su cara es lo más impactante; ya que la ausencia de carne alrededor de los globos oculares donde los ojos han permanecido intactos, otorga a su rostro una expresión terrorífica. Parece increíble que haya reconocido  los cadáveres a pesar de su estado. Pero en estos restos humanos ha quedado algo de lo que fueron en vida. Haberlos encontrado en estado de corificación o saponificación hubiese sido igual de sorprendente, aunque menos traumático. No, están ahí exhalando muerte en un dinámico estado que implica a minúsculos y no tan minúsculos seres vivos. Es curiosa la relación que el hombre ha tenido con la muerte a través de su prehistoria e historia. Desde los primeros enterramientos de homínidos en los albores de la humanidad, señal de la convicción o el deseo de una vida después de la muerte, en los que el cadáver se fundía con la tierra a la que pertenecía y entraba a formar parte del ciclo natural; hasta los modernos sistemas de incineración asépticos. Muchas culturas han utilizado el fuego para el tránsito final de sus muertos. Pero entonces tenía una connotación ritual muy alejada de las frías prácticas de los tanatorios modernos. Queremos eludir la realidad. A pesar de todo, nadie nos libra del hecho consustancial a la vida, el hombre desde que nace está muriendo. La vida y la muerte conviven en nosotros en un trasiego de muertes celulares, de productos de desecho y de captación y pérdida de energía. La eternidad es un concepto demasiado denso y complejo para que el ser humano pueda adquirir a lo largo de su existencia las claves lo suficientemente sólidas que lo priven de su desasosiego vital. Por eso inventa sucedáneos que, de algún modo, alivian la ineludible realidad de ser mortal.

    Me incorporo aturdido y, sin pretenderlo, al apoyarme en ella, cierro la puerta. El viento parece haber cesado repentinamente, y el silencio en el salón es sobrecogedor. No es posible. Hace apenas unas horas estaba conversando como tantas otras veces en las últimas décadas con estos hombres. ¿Qué ha sucedido?

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