UNA MALETA Y LA LUNA - XXVII





    Camino el pasillo polvoriento. Nada que ver con la planta inferior de la casa. Olor a humedad y desamparo. Penumbra áspera. Las ratas transitan nerviosas rozando sus peludos cuerpos con los rodapiés. Arañas petrificadas sobre telas de siempre levemente balanceadas por la brisa que entra por pequeñas ventanas sin vestir. Frío y resignada pesadumbre imprime el entorno hostil. Después de la pulcritud y ostentación del gran salón de la planta inferior, este mundo lóbrego y desamparado provoca en mí un rotundo estado de ansiedad. De repente, un gran temblor lo sacude todo con fuerza inusitada y el ruido ensordecedor del trueno retumba en mis tímpanos. He llegado al pequeño cuarto del ático sin apenas percatarme. Por la claraboya se deja ver la titilante luminiscencia de los rayos que sin duda estarán decorando la negrura del firmamento en esta noche larga y premonitoria. Mi tío era un hombre de pocas palabras. El rey del monosílabo. En raras ocasiones habría la boca para articular más de dos seguidas. Pero, cuando lo hacía, era casi siempre en noches de tormenta. Probablemente se sintiese más inspirado. Acaso los rayos y truenos abriesen su cerrado carácter. Yo no tenía más de ocho años la primera vez que escuche de sus labios la historia. Estaba sentado con mis padres y hermanos al calor del fuego hogareño. Nunca un relato fue tan sobrecogedor para mí. Las caras de mis familiares mientras mi tío narraba los hechos se han quedado tan grabadas en mi memoria como sus palabras. “Habíamos recogido las redes y enfilamos proa hacia la costa donde se apreciaban las luces de la ciudad en la noche más oscura que un marinero pueda imaginar. La mar estaba en calma; con una calma tensa de misterio y densidad. De pronto, súbitamente, estalló la tormenta. Fue entonces cuando los destellos provocados por los rayos rompieron la oscuridad y mis compañeros y yo pudimos ver con brevedad reiterada unos barcos dispersos a no más de treinta metros de nuestra popa. Las aguas comenzaron a encresparse y nuestra embarcación pronto se vio atrapada en medio de una galerna. Cada vez que los rayos iluminaban el cielo, podíamos contemplar la negrura de las aguas agitadas que hacían aparecer y desaparecer aquellas fantasmales naves de nuestra visión. En situaciones así, pierde uno la noción del tiempo. La tempestad fue breve; aunque a los que íbamos en la pequeña embarcación de pesca nos pareciese una eternidad. Cuando las aguas se calmaron, por fortuna para nosotros, descubrimos que habíamos sido alejados varias millas de la costa. Si no hubiese sido así, nuestro pequeño barco se habría estrellado contra los farallones cercanos a los acantilados. Pusimos de nuevo rumbo a puerto en un mar calmo. Entonces, a menos de tres millas de la costa, a babor, vimos entre los farallones basálticos los barcos en los que esta vez pudimos distinguir espectros de marineros de pie sobre la cubierta, observándonos impasibles. Algunos sujetaban candiles encendidos que desprendían una luz macilenta. En nuestro barco nadie habló; ninguno de nosotros se atrevió a pronunciar palabra. Entonces, el silencio fue siendo invadido lentamente por una sutil melodía. Parecía que aquellos fantasmas entonaban un canto a boca cerrada; letanía que impregnaba cada vez más la atmósfera con una profundidad inusitada como surgida de las siniestras zonas abisales. A medida que nos alejamos de los acantilados, con el puerto cada vez más cerca, acabó diluyéndose en la noche. No tuve miedo. Era un sentimiento más profundo y extraño. Como una mezcla entre incertidumbre, nostalgia y ansiedad. Llegamos a puerto y regresamos a nuestras casas. Los cinco hombres que íbamos en la embarcación nunca se lo contamos a nadie, ni hablamos de aquel hecho entre nosotros. Cuando dejé de salir a la mar y pude dedicarme con más intensidad a mi pasión por la lectura, la visión de aquella noche regresaba con frecuencia a mi mente en muchos de los textos que leía; a veces bastaba una breve reseña a naufragios u otras circunstancias marinas, para que esto sucediese. Por eso, acabe por decidirme a investigar todo lo relacionado con aquella zona de farallones cercanos a los acantilados. Referencias a naufragios en la zona había muchas, pero ninguna mención sobre acontecimientos similares a los vividos aquella noche; ni siquiera en los libros de misterios relacionados con el mar y los marinos. Pasaron algunos años dedicados a estas pesquisas, hasta que, poco a poco se fue disipando la idea inicial y abandoné de algún modo la búsqueda de referencias; aunque no del todo. Dos o tres años después de haber dejado la investigación, llegó a mis manos un viejo libro del siglo XVII, polvoriento, olvidado en un oscuro rincón de una pequeña biblioteca regentada por una anciana centenaria. El tomo llevaba el título de Guardianes de los acantilados. Era un texto adornado con profusas ilustraciones, dibujos a plumilla y grabados en su mayoría, e incluso tenía algunos desplegables con esquemas y mapas diversos; alternaban estos con breves relatos sobre, lo que decían ser, testimonios reales, y todo versaba sobre los farallones de lo que llamaban los Acantilados del Espanto. Fue una breve reseña de apenas cincuenta líneas donde leí la descripción de una aparición muy similar a la que, junto con mis compañeros de pesca, había sufrido años atrás. Los espectros aparecidos eran, según el texto, Los Olvidados del Mar; todas aquellas personas que habían naufragado en la zona y jamás se habían podido recuperar sus cuerpos. Parece ser que, en aquel lugar, ya en el siglo XVII, época complicada para tener datos fidedignos sobres estas cuestiones, se habían registrado hasta el momento de la publicación del libro más de tres mil naufragios, con la desaparición de más de diez mil marinos. Una cifra increíble y estremecedora. Con una inquietante y temerosa curiosidad, regresé al malecón después de muchos años y conseguí convencer a un viejo marino que me conocía desde niño para que me dejase su embarcación. Así, en una noche sin luna de aguas quietas enfilé la proa al lugar. Tuve cuidado de no acercarme a menos de una milla de los farallones que quedaban a estribor de mi nave. Detuve la navegación y, sentándome, encendí una pipa. Todo era negrura. El silencio estaba decorado con un breve rumor que sentí claramente como las aguas filtrándose por los roquedales de los farallones. El misterio del mar en toda su profundidad se hizo patente. De repente, sin retumbar de trueno, los rayos decoraron el cielo haciendo que pudiese contemplar de modo intermitente en décimas de segundo los farallones y los acantilados. Pero nada más apareció en aquel tenebroso escenario. Nunca volví a sentir esa sensación tan espesa de vacío rotundo, incontestable, devorador de toda la esencia, instigador de perderse en la nada. El hombre necesita tanto entender, buscar una explicación a todo aquello que se escapa a su intelecto. Viré la nave enfilando proa a puerto con la incertidumbre de aquel que nada sabe, con la tristeza de haber comprendido que la vida tiene infinitos rincones que nunca alcanzamos a descubrir a lo largo de nuestra existencia. Rincones que se mezclan con la muerte, con el vacío insondable que nos rodea sin remedio”.
    Así era mi tío. Un hombre irrepetible. Envuelto en mis pensamientos, no me he percatado. Ha cesado la tormenta. De nuevo todo es silencio. En el pequeño cuarto del ático está la maleta, ahora bajo la penosa luz amarillenta de una bombilla de escaso voltaje cubierta de polvo afincado desde hace mucho en su redondez. Estoy a escasos centímetros de la maleta. Alzo mi vista y la noche ha dejado de ser negra, para decorarse con una luna llena señora del firmamento nebuloso, custodiada por oscuras nubes que acarician con suavidad su rostro. Aquí estoy, solo; con una maleta y la luna.

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