UNA MALETA Y LA LUNA - XXIX



    -Se acuerdan de la idea que tuvimos hace algún tiempo. Pues aquí tienen la maleta de la que les hable. Metamos en esta maleta algo de cada uno de nosotros que haya sido fundamental en nuestra existencia.  
    -¿De dónde ha sacado esa maleta, Doctor?
    -Era de mi bisabuelo, Señor Director.
    -Fue muy viajero su bisabuelo.
    -Mucho, Poeta. Dicen que recorrió tres veces el mundo.
    -¿Tres veces?
    -Sí, Abogado; tres veces.
    -Un aventurero.
    - Mi bisabuelo odiaba esa palabra. Prefería que lo llamaran observador de la vida.
    -Demasiado larga.
    -Cierto, Poeta.
    -Observiajador, podría valer.
    -¡Qué horror, Señor Director!
    -La lengua nunca ha sido mi fuerte.
    -Ni la invención.
    -Por una vez estoy de acuerdo con usted, Abogado.  
    -Bueno, veo que la broma de las pasada tertulias, se la ha tomado en serio, Doctor.
    -¿Qué se creía, Abogado?
    -Y pretende que traigamos algo para meter en esa maleta.
    -Vamos, Poeta. Hablamos de lo más importante como elemento material que englobe su verdadero sentimiento de existir. O un secreto inconfesable.
    -Creo, Doctor, que está siendo demasiado exigente.
    -Es posible.
    -Yo propongo el mismo concepto, pero de un instante, un momento. Algo de lo que nos podamos despegar, aunque sea importante.
    -Estoy de acuerdo, Señor Director; pero que esto no haga que se convierta en algo banal.
    -¡Ofende nuestra amistad!
    -No pretendía. Bueno, señores, lo dicho. Esta maleta, que ha viajado todo el mundo, pasará a ser el lugar donde guardaremos nuestro secreto más inconfesable.

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    Los objetos siguen existiendo y teniendo vida mucho después de la muerte  de sus supuestos poseedores. El dilema, más que el Ser o no ser Shakesperiano, es el Tener y no tener de Lubitsch. Aunque es un dilema insulso, porque la realidad es, que nada tenemos. Creemos poseer cosas, incluso personas; pero lo efímero de la existencia, acaba haciéndonos comprender que nada es nuestro. Ni siquiera el valor  más preciado que es la vida nos pertenece, por su finitud, por su volubilidad, por lo inestable de toda existencia. El hombre busca aire y acaba siempre golpeándose contra los cristales; unos ventanales húmedos, tras los que sólo hay lluvia y desencanto. Así se construyen las quimeras con polvo de olvido y desaliento. Esperar, siempre esperar una mañana que jamás llega porque no existe; porque es el hoy. Añoran, añorar un pasado inaprensible, porque ya fue y nunca volverá. Algunos humanos miran al cielo y quieren ver hermosas barbas blancas en las nubes algodonosas, ojos reveladores en el arco iris fugaz e incierto. Pero todo es humo, fantasía que crea un sol que nos alimenta y un día nos extinguirá. Mientras, el universo es negro y ominoso, profundo e indescifrable. Por eso, cualquier aventura humana es ínfima, banal, imperceptible ante la inmensidad del cosmos que, a medida que se expande, más constriñe nuestros sueños. Hasta en los astros ha pretendido ver el hombre escrito su futuro; como si los astros limitasen su existencia a la visión del hombre y, más allá, donde tal vez también habite la música de las esferas, no hubiese otras perspectivas, otras realidades.

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    El crujir de la tierra seca cuando una pala orada su cuerpo tiene algo de tétrico y solemne. Resuena una y otra vez ese rasgar de arenas gruesas en la nocturnidad del páramo custodiado por un ejército de gruesos olivos centenarios. La escena, sin sus protagonistas quererlo, adquiriere algo de solemne y el ambiente cobra un halo existencial. Antes de la modernidad de los simétricos nichos, antes de los panteones majestuosos; durante siglos los seres humanos enterraron a sus muertos con esta simple acción de abrir en la piel de la tierra que los vio nacer un agujero y depositar los cuerpos en su interior. Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris. Ahora, el hombre parece no querer recordar que pertenece a la tierra. En un nuevo alarde de vanidad a lavado la cara de la muerte con frías ceremonias más cercanas a una reunión de ejecutivos que un verdadero duelo. El hálito final, confinado, las más de las veces, a un aséptico recinto hospitalario, ha perdido toda su épica, todo su misterio. Ya nadie quiere ver a la muerte de cerca. Preferimos que un doctor circunspecto nos cuente el tránsito de nuestros seres queridos, a enfrentarnos cara a cara con la visión del paso final. Una pala sigue penetrando en el agujero cada vez más profundo. Los cuatro hombres no hablan. Su única compañía es una maleta. Acaban de comer en la Posada del Griego esa carne de caza con castañas que tanto les gusta. Cuando el agujero está listo, depositan la maleta en él y lo tapan convenientemente. La noche está tranquila; con una calma que adorna un firmamento en el que puden observarse más que nunca infinitas estrellas.

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     Fue antes de la llegada de un joven a su círculo de tertulia, que los cuatro amigos depositaron cada uno un objeto en la maleta. Después, la enterraron en un olivar del interior alejado de la ciudad. Lo hicieron al tiempo que se preguntaban en silencio que sentido tenía todo aquello. Las cosas, la mayoría de las veces, no tienen por qué tener un sentido. Simplemente son. A dos metros bajo tierra, la maleta del bisabuelo del Doctor quedó enterrada con un pedazo de la vida de aquellos hombres.

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