UNA MALETA Y LA LUNA - XXXII
La luna llena proporciona suficiente
claridad como para poder ver sin dificultad la maleta. Acerco mis
manos temblorosas; siento como si estuviese profanando algo sagrado. Una
sensación similar debió de experimentar Howard Carter cuando contempló por
primera vez la Tumba
de Tutankamón. Inclino la maleta. A pesar del cuidado con el que lo hago, se
levanta algo de polvo espeso que queda durante unos instantes en suspensión. Noto
la aspereza de las bisagras oxidadas en mis dedos. El ruido que hacen al
abrirse rasga como un afilado cuchillo el silencio circundante. Descubro lentamente la maleta. Parece estar vacía. Salgo de mi error al observar unos sobres grandes en el fondo. Los tomo en mis manos. Cada uno tiene
un nombre. Son los nombres de mis amigos de tertulia. Los cadáveres del salón
regresan a mi mente. Ellos, muertos, ¿Dónde está mi pena? Los sobres no están
cerrados. Eso me permitirá leer el contenido sin dejar señales demasiado
evidentes de profanación.
CUATRO SOBRES EN UNA MALETA
eL SEÑOR
DIRECTOR
El sobre del Señor Director contiene una
partitura en blanco y una foto en la que posan él y otro joven. En el reverso,
una frase: Cuando teníamos veinte años
Su carta dice:
Esta
es la verdadera partitura de mi vida. La que nunca tuve el valor de componer y
jamás podré escribir ya. Tenía el pelo y los ojos negros como el carbón, su
piel era morena. Me enamoré de él cuando lo vi por primera vez tocando el piano
en aquel pequeño bar suburbial inapropiado para su clase y elegancia. Teníamos
diecisiete años. Nos hicimos buenos amigos y, durante tres años, compartimos la
juventud. Pero nunca me atreví a expresar mis sentimientos. A veces pienso que
él sabía de mi amor. Después, la vida nos separó. Tuve amores con mujeres
diferentes, me casé con una mujer maravillosa; pero jamás dejé de pensar ni un
solo día en aquel joven. Por eso mi vida es como esta partitura en blanco jamás escrita
ni manchada. Y yo, en cada nota, en cada melodía, en cada matiz; seguía
viéndolo a él; sintiéndome como un cadáver que no puede hacer nada para evitar
que los gusanos coman sus vísceras. Mi vida ha sido tan simple como eso, unos
pentagramas vacíos y una fotografía de juventud.
EL POETA
El sobre del Poeta contiene unos informes
médicos.
Su carta dice:
Siendo
un adolescente me diagnosticaron una enfermedad crónica y progresiva muy grave
que, tarde o temprano, acabaría con mi vida. Este hecho ha condicionado toda mi
existencia. He sentido siempre que, el saber de ello y la incertidumbre del
proceso, me convertía en una persona sensible hasta el extremo de transformar
mi vida en algo agónico. Cuando en el transepto de la Catedral de Milán
contemplé el ecorché escultórico de San Bartolomé realizado por Marco da Agrate,
sentí que aquella era la representación material de un sentimiento inmaterial.
Era como si todo en la vida me produjese desasosiego, ardor, como si mi piel no
existiese y los acontecimientos golpeasen con fuerza mi interior. Salvo unos
pocos allegados, nadie ha sabido jamás de mi proceso degenerativo. Es cierto,
todos estamos sujetos al sufrimiento y a la muerte en cualquier instante; pero
a mí siempre me ha parecido que en esa lotería yo había comprado antes de
tiempo el noventa y nuevo por cientos de los boletos del destino. La enfermedad
ha ido mermando mis facultades. Ante el mundo permanezco digno, sereno. Creo
que no hay nada más patético que perder la elegancia ante la evidencia del fin.
Desde que lo supe, me prometí a mí mismo que viviría y moriría con dignidad. Lo
primero, creo haberlo logrado. Lo segundo, está por ver. Hoy, después de mucho
camino, sigo pensando que sólo el amor puede salvar al hombre del desaliento
que provoca el ser sabedor de su finitud. Estos versos que vienen a
continuación los escribí hace algunas décadas; pero siguen teniendo hoy para mí
la vigencia de entonces.
“Ver de nuevo los alisos
inclinando sus ramas reverentes hacia las
fluviales aguas cristalinas
me ha llevado de nuevo, amada mía,
al tiempo en que estas aguas bajaban
torrenciales insolentes,
como nosotros entonces, jóvenes empapados de
sueños y deseos.
Mirar el cielo gris y observar a la rapaz
solitaria
dejándose llevar hacia el olvido,
me ha hecho buscar en la memoria
la húmeda ternura de tus labios en los
atardeceres otoñales
cuando éramos esclavos de la prisa, señores
de ruinas olvidadas.
Así se fue trazando,
sobre la inquieta sombra de los arces
movidos por los vientos del destino,
la silueta del tú y el yo entrelazados,
versos sin rima, voces del ocaso.
Y la vida alzó entre nosotros un muro
insalvable de olvido y desaliento;
hasta este ahora mudo y negro”.
EL
ABOGADO
El sobre del Abogado contiene un veredicto
de un tribunal que declara inocente a un hombre sobre el que pesaban varios
cargos de asesinato y una carta del Abogado.
Su carta dice:
Fui
el abogado defensor en este caso. Sabedor de su culpabilidad, lo defendí porque
consideraba que era una obligación. Yo era un joven abogado y fue mi primer
caso importante. Lo gané y me cubrí de honores ante mis colegas. No sabía
entonces que aquella sentencia absolutoria que me había encumbrado, marcaría el
resto de mi vida. No hizo falta que nadie me dijese quién había sido; cuando
cuatro años después leí en la prensa que un hombre de un metro ochenta, con un
tatuaje de un alcéfalo en su calva, había dado muerte a un matrimonio de una
manera atroz, disparando primero a sus rodillas, después a sus codos,
dejándolos desangrándose en un callejón; supe que era el mismo hombre que yo
había defendido y librado de la cárcel. El modus operandi era inconfundible. Lo
que no sabía en el momento de leer el periódico es que el matrimonio asesinado
eran mis padres. No dejé la abogacía. Pero monté mi propio buffet y luché con
todas mis fuerzas en defender a inocentes y encerrar a culpables. Así fue como
me convertí en un abogado del montón. Aunque no fuese eso lo que me hizo sentir
como un cadáver putrefacto en un húmedo cenagal. Fue la muerte de mis padres a
causa de mi falta de ética defendiendo en mis inicios a un asesino. Hoy, en un
mundo cada vez más corrupto, sé que moriré desencantado y sin hallar consuelo.
EL DOCTOR
El sobre del Doctor contiene una carta.
Su carta dice:
Hoy
hace veinte años que escribí aquella carta. En este tiempo, he intentado
tapar mi dolor con amores furtivos, después con un matrimonio. Todo ha sido
inútil. Cuando me negaste tu amor me sentí vacío, muerto. Pero era un muerto
aséptico, un esqueleto sin rastro de carne, limpio como mi amor por ti. Las
pocas sensaciones que han merecido la pena en mi vida, son aquellas que tuve en
los breves instantes que me concediste tu presencia. El roce de tus manos,
los labios en mis mejillas, tu mirada, tu sonrisa suave, tu forma tierna de
ladear la cabeza en señal de introspección. Fueron breves momentos, pero
llenos de imperceptibles gestos y detalles que se han quedado grabados para
siempre en mi memoria. Sé que el último pensamiento también ira dirigido a ti.
En realidad, toda mi vida ha girado en torno a tu ausencia. Cada vez que una
puerta se abría, un autobús o coche se detenía; esperaba verte; sólo verte. Es
tan simple el amor en su concepto, y tan complejo en su esencia de eternidad.
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