RELATOS ROTOS - VIII - EN EL HOGAR
El salón era
amplio y acogedor. Sentado en el mullido sillón, en bata no exenta de elegancia
y confortables zapatillas, meditaba Rubén mientras leía un libro a ratos al
tiempo que saboreaba el tabaco de una pipa de sinuosas formas. Lo hacía al
calor de una chimenea en cuyo vientre danzaban las llamas resultantes de la
combustión de recios troncos entrelazados. La novela que tenía entre sus manos
llevaba en su rústico lomo un título breve: SED.
Sólo la luz desprendida por el fuego servía de alumbrado a Rubén para conseguir
leer algunas líneas de vez en cuando; ya que, pese a su reiteración en
encenderlas, todas las velas del salón se habían apagado por causa de las
frecuentes ráfagas de viento que trazaban rutas en un ambiente más bien frío. La
vela alargada y delgada de la pequeña cómoda; las gruesas y cortas velas
situadas sobre la chimenea. Pese al alfombrado suelo, a las paredes adornadas por
gruesos e historiados tapices; no había conseguido librarse de un frío húmedo,
espeso, afilado, que todo lo invadía. Ocurrió en una noche como otra
cualquiera, mientras leía a intervalos aquel libro titulado SED que contaba la historia de una mujer que, en busca de un hombre que jamás conoció, pero que siempre había estado en su
mente, se interna en una árida zona no ubicada en los mapas, espejismo lunar,
tierra inhóspita y tétrica; y, durante toda la narración siente una sed
inexplicable. Así pasó la velada Rubén, leyendo y meditando; hasta que,
sin pensarlo, realizó el gesto de levantar la vista hacia el techo del salón, para
descubrir que sobre él estaba el cielo abierto; un firmamento de nubes negras
que se movían pesadas por encima de su cabeza, provocando una suerte de extraña noche,
como artificial, una noche americana originada por algún director celestial
etéreo e impensable. Ya nunca amaneció.
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