UNA MALETA Y LA LUNA - XXXIII



   Desde el porche en el exterior del caserón, observo como la noche se va disolviendo pausadamente al ser corregida por un alba gris, velada, sin sol, nebulosa, como si un manto invisible cubriese el cielo. He perdido la noción del tiempo. Debo regresar a la pensión. Encamino mis pasos hacia la ciudad; evitando mirar a mis espaldas donde sé que empieza el páramo. A medida que me acerco al inicio del paseo marítimo alumbrado por solitarias farolas de luz tenue, va penetrando en mí una extraña sensación de soledad; vacío que anida en el pecho como si los latidos del corazón cesaran su rítmica danza de vida. Algún murciélago inquieto cruza su silueta desgarbada entre mi caminar y la luz mortecina. Sin darme cuenta he penetrado en el corazón de la ciudad nocturna. El amanecer no consigue imponerse a la penumbra. Aquí y allá luces dispersas, escasas, asimétricas, dejan ver apenas zonas concretas de edificios; un portal, algunas ventanas, el cartel de un negocio. En un principio, camino lentamente ensimismado y no fijo mi atención. Pero, cuando comienzo a observar las escasas zonas de luz, descubro ventanas rotas, persianas descolgadas, puertas de maderas cuarteadas, muros resquebrajados. Comprendo angustiado que la ciudad que transito está desierta, derruida, abandonada; sin el más mínimo vestigio de vida humana en sus calles, ni en sus edificios. En algunos portales dormitan los gatos; los cuervos hieráticos observan mi paso confundiendo su negro plumaje con la noche; las madreselvas abrazan los muros semiderruidos deslizándose por los oscuros agujeros de las ventanas. Silencio y más silencio, demoledor, vacío; ni siquiera parece premonitorio de algo que pueda ocurrir; como si todo lo que tenía que pasar, hubiese pasado ya. Camino las calles agrietadas que sinuosas raíces gigantescas han profanado con salvaje violencia. Habituándome a la oscuridad nocturna, comienzo a vez troncos de colosos arbóreos que se han elevado junto a edificios, hasta el punto de inclinar las estructuras; sus peladas ramas brotan de ellos como brazos de extraños cefalópodos, horadando las paredes y penetrando por las ventanas. Estoy en medio de un paisaje urbano que parece haber sufrido un Apocalipsis lento; como si la naturaleza silente se hubiese ido adueñando de lo que antaño fue suyo. Recuerdo viajes largos de veranos calurosos por las autopistas del Sur; en las medianas brotaban hierbajos; en algunas zonas incluso arbustos por las grietas del cemento, a las orillas del asfalto; vegetación que parecía querer reclamar lo que en otro tiempo fue suyo y ahora el hombre había aplastado sin consideración. Pensé en llamarlo Efecto Metrópolis; es decir, la respuesta de la tierra al descontrolado proceso. La civilización erige monstruos de cemento sobre alfombras de asfalto provocando la reacción de los elementos naturales que inician su rebelión comenzando por brotar en las más ínfimas fisuras del entramado urbano. Entonces, no podía imaginar que mis pensamientos acabarían adquiriendo forma en hechos consumados.
¿Cuándo ha muerto la ciudad? ¿Esto es realidad o sueño?

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