RELATOS ROTOS - XVII - MONÓLOGO INTERIOR DE UN ADIÓS
A la hora de
ponerse el sol, con una calma infinita, se vislumbra en el horizonte una luz
mortecina, macilenta, melancólica, que invita a la reflexión, a dejarse llevar
por los laberínticos parajes del pensamiento. Entonces, bajo la pertinaz niebla
surgida del crepúsculo se advierte un viento que insinuante mueve con suavidad
las altas copas de los árboles cercanos, en una danza tenue y apagada; aire que
parece surgir de los restos del final del último suspiro de un coloso
derrotado. Algún mirlo distraído detiene su trayecto para posarse nervioso unos
segundos en una pelada rama. Después
prosigue su vuelo sin reparar en mi presencia. Desde esta ventana en la que hoy
observo el atardecer desprenderse irreverente ante la inminente presencia de la
noche, hace muchos años contemplé tu adiós. Hoy, el horizonte es amplio a pesar
del paso de los años en mi vista cansada. Pero entonces, a medida que te
alejabas y tu silueta se difuminaba en la distancia, ese mismo horizonte se iba
estrechando. Y así se quedó durante algún tiempo. Tal vez no tanto como
entonces me pareció. La soledad impuesta tiene esa extraña cualidad de cambiar
la percepción del paso de las horas y el espacio en el que nos movemos. De
repente, en la habitación comenzó a resonar el tic tac del reloj con un volumen
nunca antes percibido, hiriendo cada segundo y trastocando todos mis sentidos. Muchas
veces, pasado el periodo de tristeza, he pensado como habrás vivido aquellos
instantes del adiós. Con toda seguridad, tu visión fue muy diferente a la mía.
Desde entonces, la vida ha ido desgranando su azar para los dos. En aquella
mañana, la de tu partida, brillaba el sol de juventud. Y hoy, sobre tu adiós se
han ido derramando luminosas primaveras que para siempre han aplacado la niebla
que dejaron nuestros últimos días de tormenta; convirtiendo lo vivido en un
recuerdo lejano y sentido.
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