RELATOS ROTOS XXII - CAMINO DEL CEMENTERIO
El ser humano, espejismo ambiguo, derrotado
dios expulsado de un Olimpo, condenado a viajar por los senderos yertos de una
efímera existencia. Gira el planeta, olvidando a las criaturas que dan vida a
su piel, transformadas en vagos espectros de decepción y angustia. Hay que
chillar, hay que sumergirse en la multitud obtusa, para ahogar el vacío
existencial, emprendiendo una huida hacia ninguna parte; vano intento de
aferrarse a los riscos quebrados, mientras a nuestros pies ruge el mar; y ruge,
ruge, ruge…
Por el lodoso camino serpenteante que lleva
al cementerio, el negro carruaje fúnebre transporta el ataúd de maderas recias,
último refugio de los restos mortales de una joven. Dos hermosos ejemplares de
caballos con tupidas y sedosas cabelleras azabache, ascienden lentamente
hundiendo sus pezuñas en el barro acumulado a causa de las fuertes tormentas
que han tenido lugar durante el día. Delante, detrás y paralelos al carruaje,
gentes de negro con los curtidos rostros demacrados por el dolor, portan cirios
que, junto con la luna llena señoreando el cielo, iluminan la escena. La
mayoría de las mujeres llevan su rostro atenuado por un velo; los hombres más ancianos,
apoyan sus bastones para ayudarse en la ascensión, mientras entonan un canto
grave y fúnebre que parece salido de las mismas entrañas del planeta y hace
vibrar la tierra bajo sus pies. El sudor perla el negro pelaje de los caballos
cuyos belfos tiemblan cuando exhalan el aire que vaporosamente se funde con la
niebla reinante en la fría noche. Oscuras nubes grises de formas amenazantes ensombrecen
lentamente la comitiva al interponerse entre la tierra y la luna; con la misma
parsimonia vuelven a deslizarse por la cara visible del astro para después
abandonarla haciendo que brille de nuevo llena en todo su esplendor. Ha dejado
de llover, la procesión alterna el canto susurrante y profundo, con momentos de
silencio, sólo profanados por el ruido que provoca el movimiento de los ejes de
la carroza. Árboles dispersos, solitarios, custodian el paso del cortejo.
Algunos retorcidos y secos, vencidos por el tiempo inexorable; otros
carbonizados por los rayos caídos durante cientos de años; unos pocos aún
desprenden el humo por la herida reciente de la última tormenta.
Somos
la espuma de una gigantesca ola que en el inicio de los tiempos rompió contra
la costa; hace mucho, cuando el humano aún No Era. Vacío y más vacío, pretérito
y futuro. Así vive el hombre, rodeado en el tiempo por lo que fue y lo que no
será. Una brizna de hierba mojada por el rocío matinal, es más auténtica que
toda la falacia civilizadora. “Políticamente correctos, así os quiero”, le dice
el poder a las gentes. Y la muchedumbre agacha la cabeza, servil, condicionada,
subyugada por los más horribles cantos de sirena que jamás hubiese podido
imaginar la mente humana. Una sombra se cierne sobre el mundo, disimulada por
oropeles tecnológicos, por sueños vanos de éxito y alabanza. Mientras, en el
rincón olvidado, canta el poeta; canta, canta, canta…
El anciano párroco encabeza la comitiva
cabizbajo, murmurando oraciones ininteligibles; mientras los ejes de las ruedas
del coche fúnebre siguen cantando un lamento triste y desconocido. El negro
pelaje de los équidos se perla cada vez más de sudor a causa del esfuerzo
realizado, ya que la pendiente se va haciendo más pronunciada a medida que se
acerca al camposanto. ¿Quién fue lo que ahora es un cuerpo inerte transportado
por siniestro carruaje? Dentro del ataúd ya ha comenzado el proceso de
descomposición que ira haciendo desaparecer la carne que sintió; los ojos
llenos de amaneceres y atardeceres se acabarán diluyendo, dando lugar a las
cuencas vacías, ventanas misteriosas que parecen mirar al interior del abismo
de lo ignoto. Siempre es así, la calavera asomará con esa risa insólita y
sarcástica, siniestra, que tienen todas las calaveras. La desnudez mortal que a
todos llega, iguala a los hombres ante la nada. Huesos que en ocasiones se
resisten a ser vencidos por el paso del tiempo, y yacen en algún rincón del cementerio;
fémures, calvarias, restos astillados, en nichos o en tumbas medio abiertas. Un
cárabo inquieto ulula posado en la seca y retorcida rama. Hasta los centenarios
colosos arbóreos acaban viendo llegado su fin. Esporádicos graznidos de los
cuervos que revolotean en los campos de cultivo del valle cercano son traídos
por el viento hacia la comitiva. Campos en los que, mientras el anochecer
tiende su manto púrpura sobre ellos, algún campesino solitario apura las
últimas labores aprovechando el frescor que proporciona el crepúsculo.
Quien
ha visto florecer en septiembre y las hojas secas en estío, es un rara avis.
“Todo debe venir dado”, es el nuevo lema del siglo XXI. “No penséis; pensamos
por vosotros”. Y las mentes se abotargan indefectiblemente. Sonrisas amplias en
el velado marco de una sociedad náufraga a la deriva una vez ahogados sus
principios esenciales. Hoy, como ayer, los hombres se matan sin piedad, en
nombre de unas ideas, unos conceptos. Aptitud de impotencia ante lo
irreversible de su mortalidad, de su ínfima importancia en el laberíntico
espectro del universo y sus misterios. Un cosmos insondable, profundo hasta el
desvarío, más allá del Yo, más allá del Tú, más allá del Nosotros;
incomprensible a pesar de la ciencia, de la filosofía, de la búsqueda
incansable del poeta. Todo es como una leve frase inconclusa, fugaz como esa
estrella que dibuja el vacío en las noches de estío, más allá, mucho más allá
del Todo y la Nada presentidos.
Un
niño de once años es el humano de menos edad en la comitiva. Su pantalón y
camisa sucios y desgastados hablan de su condición humilde. En su semblante,
una mezcla de tristeza y temor conforman la expresión que lo invade. La noche
pasada tuvo una pesadilla y despertó bañado en sudor. En un espacio oscuro residía
tan solo una calavera que sudaba profusamente. ¿Cómo puede sudar una calavera?
Se preguntaba en el sueño. El desconcierto dio paso al horror cuando las gotas
de sudor que resbalaban por la superficie pulida se tornaron rojas, de un rojo
intenso y espeso. Después despertó agitado. Como suele suceder en muchas
ocasiones de situaciones dolorosas, cuando recuperó el resuello, entendió la
cruda realidad; su amiga se moría en la flor de la juventud. Aunque de
diferente clase social, ella siempre había sido atenta con él, dándole
golosinas, charlando animadamente. Él la veía como una princesa rodeada de un
halo de sensualidad y belleza. En el parque le habló con frecuencia y él se
sentía feliz con aquella amistad sincera. Después dejó de verla, hasta que se enteró;
una grave dolencia era el motivo de la ausencia de la joven. Para el niño, el
concepto de finitud irrumpió con rotundidad en su vida el día que comprendió
que, hasta lo que él consideraba más bello y sublime, en la cumbre de su
esplendor, estaba sujeto a la guadaña cruel de la muerte. Pero ¿qué es el
duelo, la pena; ante la eternidad de la parca? La estela de la muerte de los
seres humanos que han sido, se pierde en la noche de los tiempos futuros y en
los abismos espaciales más desconocidos, en una perpetuidad que sobrecoge. La
muerte es “para siempre”. Hasta ahora, nada se conoce que sea “para siempre”,
salvo la muerte.
Los
versos derramados cual meliflua esencia densa y sustanciosa, han impregnado la
niñez extinta; lejos, muy lejos; en los olvidados prados donde aletean
mariposas multicolores, junto a ríos de aguas cristalinas. Los versos
imposibles, lascivos, hirientes, inabarcables, de una juventud hoy marchita; mecidos
en el columpio junto a la casa
abandonada. Allí donde nadie se acerca. Solitario lugar de ausencias
imposibles, ya sólo residentes en un rincón callado de la memoria. Los versos
de un tiempo agrietado y cambiante, inexistente hoy, danzando entre las nubes
de un cielo brumoso y amenazante. Empapados por la lluvia de antaño, sin lugar
donde asirse; solitarios jinetes de un tiempo desvanecido en el murmullo grácil
del destino. Un destino que asoma el pensamiento al abismo onírico del otoño perpetuo y desgarrado.
Una anciana camina renqueante cerrando la
comitiva, encorvada sobre sí misma, apoyada en el tosco callado, arbóreo
fragmento retorcido, sinuoso, agrietado como la piel de la que lo porta.
Observarla puede inspirar muchas cosas; pero ella hace ya tiempo que dejó de
pensar en la muerte; incluso hace tiempo que dejó de pensar en la vida. Ha perdido la cuenta de sus años, y nadie en
el pueblo la recuerda con otro aspecto que no sea el de ese recogimiento sobre
sí misma en el que asoma un rostro surcado por profundas arrugas, erosionado
por el paso de los años; faz en la que apenas son perceptible unos diminutos
ojos que ya apenas si ven lo que les rodea, más que de forma borrosa y difusa,
como si la vida se hubiese ido diluyendo ante ella aislándola en una existencia
plácida y solitaria. Los ojos de la anciana han visto nacer y morir a la mayor
parte de los habitantes del pueblo en el último siglo. Desde los primeros
enterramientos que pudo presenciar siendo niña; cuerpos envueltos en un sudario
y depositados en un agujero sin ataúd, sin inscripción; apenas una cruz de
madera hecha con dos palos deformes cruzados. Hasta enterramientos como va a
ser el de hoy; en un panteón con tumbas profusamente ornamentadas. Ya no
recuerda cuando dejó de tener miedo a la muerte. Pero hace mucho. Ni siquiera
recuerda cuando dejó de tener miedo a la vida.
Recobrar
la mirada perdida entre las sábanas en el amanecer radiante de juventud.
Náufragos sin isla en la almadía camuflada por la pátina que sólo otorga el ser
feliz. Así, entre silencios y ojos húmedos de amor pasional y tierno, se va fraguando
el sendero que lleva inevitablemente a la decadencia y el frío destino. Queda
la esencia de un fuego visceral y arrebatado que aún sigue latiendo en lo
profundo del inquieto presente. Quien ha moldeado el amor con la arcilla que da
la mutua entrega, ya nunca ve la vida igual que antes. Pero, afuera, sigue
rugiendo el mundo desenfrenado, caótico y enfermo de vanidad y sueños de
grandeza urbanita. Gigantesco hormiguero de inconscientes zombis que recorren
la tierra arrastrando su ego putrefacto y ambiguo.
El sepulturero cierra el cortejo fúnebre;
pasa de los cincuenta; con su camisa gris remangada y sus pantalones desgastados
sujetos por tirantes a su correoso cuerpo enjuto, en él se materializa de
manera irrefutable la palabra abandono; un pitillo cuelga de los resecos
labios, en el rostro con cerrada barba de varios días se advierten dos ojos
pequeños de mirada incisiva y penetrante; aunque parece que miran el lodo del
camino, van clavados en la recias pantorrillas de la Viuda del Coronel; el riguroso
luto le da una elegancia inusitada, al tiempo que la falda negra deja ver en el
lento movimiento procesional la rigidez de sus piernas torneadas cuya visión
alimenta la lascivia del enterrador; unas piernas no trabajadas en largas
sesiones de gimnasio, sino más bien acreedoras de una herencia genética
propiciatoria de voluptuosas formas femeninas. Sepultó al Coronel hace tres
meses; la inaccesibilidad de la viuda la hace más atrayente a los ojos de
hombres como el enterrador; fantasea con abalanzarse sobre ella en uno de esos
atardeceres en que regresa de poner flores en la tumba del difunto, con
penetrarla profundamente y sentir como su voluptuoso cuerpo se estremece de
placer en sus brazos. Así ha vivido el Enterrador toda su vida; de placeres y
sueños irrealizados; decora su soledad con escenas lascivas para alimentar el
vacío que entraña una existencia de aislamiento, acrecentada por su labor desde
muy joven de amortajar y dar sepultura a los muertos. Mientras, la Viuda del Coronel tiene su
pensamiento en una vida de amor desvanecida, extinta para siempre, paraíso que
jamás podrá recuperar. Sus hijos, chico y chica, han hecho la vida muy lejos
del pueblo, lejos de todo lo concerniente a la existencia de su madre; ahora, los días son largos para
ella y atesoran una pesadez agónica, por las horas marchitas desfilan momentos
de felicidad que no son más que humo, fugaz espejismo que se disipará cuando
ella entregue su cuerpo a la tierra. Porque hasta las historias más bellas
acaban siendo pasto, salvo contadas excepciones, de ese olvido tan cruel que
con toda probabilidad mortifica al ser humano mucho más que la cruda realidad
del Ya No Ser; ante ella, es mucho más poderosa la angustia por el
desvanecimiento de todo rastro, el No Ha Sido. El tosco enterrador, en su
obsesivo deseo, sabe que jamás podrá ver colmadas sus ansias hacia la madura
mujer vestida de negro. Se pregunta, viendo su tristeza, si no acabará teniendo
que enterrar muy pronto esas formas rotundas y voluptuosas que ni la discreta
ropa es capaz de disimular en su totalidad; pero que para entonces yacerán
lasas desvanecidas entregadas a la putrefacción pestilente. La vida se escribe
con historias más o menos cotidianas; pero está salpicada de figuras solitarias
como la del enterrador; seres que viven entregados a una obsesión que les hace
sentir y concebir la existencia bajo un único prisma propiciador de un
aislamiento feroz determinante en gran medida de un carácter que se presenta
ante los demás como extraño y desconcertante. El silencio es el rasgo más
característico en el Enterrador. Se limita a cavar las fosas, abrir las losas,
mover los nichos; de modo que son pocos los que conocen su voz apagada,
quebrada y tosca. Es un hombre sin palabras; tal vez algún monosílabo, anclado
en un silencio misterioso por todos aceptado pero por nadie comprendido.
Bandadas de negros cuervos sobrevuelan
amenazantes árboles secos y retorcidos en un cielo turbio, desasosegante. Hay
palomas solitarias que no osan alzar el vuelo. El mal tiene formas extrañas. Un
tic tac de recuerdos suspendidos en la polvorienta escalera de madera, allá, en
el lejano edificio que hoy yace abandonado. ¿Qué es la muerte? Tal vez todo
aquello de vida que vamos dejando en el camino. Imposible definirla sin acabar
reventando el lenguaje hasta el desconcierto; más allá, mucho más allá del
caudaloso río que lodoso atraviesa el corazón del mundo. Espejismo de noches en
vigilia, extraño resto de alguna reflexión nunca resuelta. La muerte y su
misterioso manto de No Sés.
“Cuando
las cigüeñas regresen a posar su figura sobre los campanarios, nos volveremos a
ver”. Eso decía en su carta con entusiasmo un amigo de la entonces joven enferma,
cuando ella aún estaba en los inicios de su dolencia, y aquellas misivas la
llenaban de ánimos e ilusiones de recuperación. Cuando se es joven, ni uno, ni
los que lo rodean, quieren pensar en la mortalidad. Abrigar la esperanza de
seguir viviendo se tiene como premisa definitoria de una actitud esencial ante
lo adverso. Hoy, aquel joven que entonces enviaba cartas a la fallecida, no
figura en la comitiva que acompaña el cadáver a su último descanso. “Último
descanso” Qué expresión tan manida y falsa. ¿Cómo una definición tan falaz de
la muerte, del destino de los cuerpos inertes, puede extenderse de tal modo que
acabe siendo aceptada por los implicados en ella, que somos todos? Al mismo
tiempo que el cortejo asciende el camino que lleva al cementerio, en un lugar
muy lejano, un chaval llora solitario en su habitación del piso donde vive con
sus padres en la gran ciudad. El cuarto está decorado con postes de cine, de
grupos musicales, de algún ídolo deportivo. Fuera, la ciudad sigue rugiendo
ajena al dolor de otros. En la mesa donde residen desordenados libros de texto,
una foto de su joven amiga y él, destaca en el desorden imperante. Es curioso
como los muertos siguen vivos en las antiguas fotografías. Antes, estas tenían
el derecho de amarillear, dotando a las escenas que representaban de un halo
romántico y nostálgico. Hoy, con las nuevas tecnologías, las imágenes son algo
perpetuo; pero, con esta cualidad, también han perdido la “vida” de que les infundía el transcurrir del tiempo sobre ellas. No ha sido capaz, le ha faltado
el valor para asistir al entierro de su amiga, y eso le pesará como una losa el
resto de su vida. Puede uno arrepentirse o no de lo que ha hecho; pero, de lo
que no se ha hecho, se arrepiente uno toda la vida.
Si
vuelves al pasado, acuérdate de mí; de nosotros cuando aún éramos; de aquel
eterno canto de amor y pasión que construimos con algo tan banal y perecedero
como son nuestros cuerpos. En las noches de soledad, cuando vuelan silentes en
la negrura las aves hacia otras latitudes, he evocado una y otra vez aquella
magia surgida de la Nada y los Sueños; Tú y Yo, esclavos; siempre esclavos del
amor más perverso, más sensual, más profundo, más hiriente, más bello, más
inmortal ante el futuro ambiguo.
El carruaje se detiene frente a la
majestuosa puerta de hierro forjado del cementerio. Varios hombres se adelantan
y, posando sus toscas manos de labriegos en el frío cuerpo ferruginoso, empujan
la pesada verja que chirría sobre sus goznes en un lamento desgarrador que
orada el silencio de camposanto y los corazones de todos los presentes. Las dos
figuras, mitad ángeles, mitad demonios, que decoran la parte superior de la
entrada, parecen entonar ese canto estridente surgido del más allá desconocido.
Lenta y pesadamente, la negra carroza reemprende la marcha y, con ella, toda la
procesión que la acompaña se va introduciendo en el cementerio. El viento sopla
repentinamente en ráfagas que provocan guturales sonidos al abrirse paso entre
las tumbas, las aperturas de los nichos y los panteones cubiertos por las
madreselvas y la herrumbre que provoca el paso del tiempo; arrastra en su
peregrinar aleatorio, hojas secas y otros elementos proclives a ser llevados
acá y allá sin rumbo fijo; metáfora sutil de la propia existencia humana.
Es una tarde cualquiera, de un día
cualquiera. Cuando la comitiva fúnebre se detiene en el lugar donde tiene lugar
el enterramiento, hay un pacto no escrito en ese preciso instante entre las
personas que asisten al acontecimiento. Tal vez es la única fusión real que no
precisa del lenguaje humano; es llevada a cabo en silencio. Acaso sea sólo
porque la muerte nos confunde a todos en un extraño circulo de vacío y
desconcierto.
¿Las
oyes? Están sonando. Son las campanas del pasado. Allí, en la ruinosa iglesia
del solitario páramo. Cuando se mecen, todos callan. Y al acabar su canto, un
eterno vacío inunda para siempre el transcurrir del mundo y los sueños
perdidos.
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